Un cuento de Calleja: «El alcalde de Cascanueces»

Saturnino Calleja Fernández (Burgos, 11 de febrero de 1853 – Madrid, 7 de julio de 1915) fue un editor, pedagogo, escritor y traductor español, fundador de la Editorial Calleja, autor de libros de educación primaria y de lecturas infantiles.

Es muy conocido por su colección de cuentos económicos, baratísimos, al alcance de todos los bolsillos infantiles que tuvieran 5 y 10 céntimos. Publicó alrededor de 1100 cuentos De esto deriva la expresión «¡Tienes más cuento que Calleja!»

(1904)

El alcalde de Cascanueces”

Vamos, hija mía, prepárate para ir a la escuela

– No mamá, -contestó la niña lloriqueando- vengo cansada de coger las flores del huerto, y además no quiero encontrarme con Adelaida que me ha llamado una cosa muy fea.

– ¿Y que te ha dicho, hija mía?

– No sé si me atreva ….

– ¿te ha llamado ladrona, sucia, perra judía, o algo por el estilo?

– Ojalá que fuera eso. Me ha llamado…. ¡femenina! –y la chica rompió a llorar con amargo desconsuelo-.

– ¡Tú femenina, hija de mi alma, cuando eres el encanto de mi casa!. Ella será la femenina, y toda su familia. ¿Y cuando te lo ha llamado?

– Verá usted; estaba en el jardín, muy cerca de la carretera, cuando pasó en su coche de dos caballos; hizo al lacayo bajar a cogerle algunas flores, y yo, aun cuando tenía la cesta llena de las más hermosas, no quise ofrecerla ninguna. Me llamó, diciéndome que si quería regalarla una preciosa azucena que acababa de coger; yo contesté que no, y ella entonces me dijo:

– Anda, femenina

La madre y la hija prorrumpieron en copioso llanto ante aquella terrible injuria, y como aquello no podía quedar así, ambas fueron a la escuela para que doña Policarpa, la profesora, aplicara el oportuno correctivo a aquella deslenguada.

Encontráronse en el camino al cura el cual, al saber la causa de su pena, les aconsejó que antes de tomar una determinación tomaran una gramática.

Teresa y su madre creyeron que el buen sacerdote se burlaba de ellas, y por tanto continuaron su camino tan afligidas como antes.

Topáronse con el alcalde, hombre de pocas letras, pero que se las daba de listo porque tenía en Alcorcón un primo que tocaba el clarinete. Al oír la causa de aquellos tristes gemidos, creyó que su autoridad debiera intervenir, e inflando los carrillos, enarcando las cejas y apoyando la frente en el extremo de la altísima vara que llevaba, exclamó con tono solemne:

– O yo soy un animal, dicho sea con perdón de los animales, ó eso es una calumnia que tiene de pena entre dos reales de multa o galeras para toda la vida. Eso debe estar en la Leyes de Salomón, en el párrafo 5º, o en el 324. No lloren ustedes más, que aquí estoy yo para ampararlas y que soy aunque me esté mal decirlo, el padre de todos los ciudadanos de este pueblo de imbéciles.

Llevóse a su casa a las afligidas e injuriadas; y estas iban por el camino derramando un mar de lagrimas.

– ¡Porque somos pobres nos insultan! -decían entre sollozos.

Los vecinos alarmados por aquellos gritos horribles salieron de sus casas y aun de sus casillas, formando numeroso acompañamiento que por momentos engrosaba.

– ¡Esos ricos son todos lo mismo!, -gritaban los ciudadanos, sin enterarse de la injuria.

Unos, proponían arrasar la casa de los padres de Adelaida; otros, más compasivos se contentaban con degollar a la niña, y otros, por último querían repartirse los bienes de aquellos señores, que era, en ultimo extremo, la tendencia general.

El alcalde trató de calmar los ánimos porque no dijeran que faltaba a su estado de autoridad y con voz estentórea gritó:

– Callarsus, brutos.

– ¿Por qué nos hemos de callar? -decían unos

– ¡Que lo ahorquen!

– ¡Que lo mechen!

– ¡Quememos su casa!

– ¡Eso, eso!

Un orador de plazuela se subió a un farol y desde allí dijo:

– Ciudadanos: la ofensa que nos ha inferido en la persona de esta mujer, debe lavarse.

– ¡Eso!

– ¡Bravo!

– ¡Muy bien!

– ¡Tiene razón!

– ¡Es verdad!

– ¡Sigue hombre!

– Yo, ciudadanos, creo que debemos de proclamar la revolución social.

– Vaya, vaya -interrumpió el alcalde-, ya os estáis disolviendo ó llamo a la guardia y os pongo el cuerpo como el terciopelo.

La gente se marchó murmurando por lo bajo.

– ¡Que alcalde más bruto!

Reunióse el Concejo en pleno, se avisó a la Guardia civil del inmediato puesto, y por no faltar a la costumbre, soltó el alcalde una proclama, leída por el alguacil y repetida por el pregonero a grito pelado, desde las esquinas del pueblo:

– ¡Vecinos de Cascanueces, y lo mismo los vecinos y chiquillos de ambos sexos, u sean machos y hembras, pa que lo entendáis mejor! Hago saber a todos los cascanueces presentes y futuros, que pa ventilar una cosa mu importante pueden arrimarse los vecinos por la Casa monecipio, bajo pena de dos reales por barba, aunque estén afeitados.

Cascanueces entero acudo a la Casa municipal por miedo a los dos realetes de multa, acercándose vecinos y vecinas provistos de fuelles, soplillos y otros instrumentos de aire y viento, para ventilar aquella cosa que decía el alcalde.

Reunidos todos en la plaza se asomó el alcalde al balcón, y no bien hubo aparecido, cuando le saludó un resoplido formidable.

– ¡Que hacéis, pollinos!, -rugió el alcalde, al paso que estornudaba.

– Ventilando, -gritaron cien voces.

Explicó el alcalde lo ocurrido y uno de los espectadores preguntó:

– Pero, ¿que le ha dicho?

¡Femenina! -gritó el alcalde.

– ¡¡¡Aaaah!!! -exclamaron todos, mirándose aterrorizados.

– ¿Pero, que significa femenina? -se atrevió a preguntar uno.

– Pues, no lo sabemos, -dijeron los demás,- pero debe ser una cosa muy mala.

Como ni el alcalde, ni ningún concejal, sabían lo que significaba la palabreja, decidieron ir en consulta a la profesora, la cual, apenas le contaron el caso, prorrumpió en una ruidosa carcajada.

– ¿Y eso es un insulto?, -preguntó-; peor hubiera sido que la hubiesen llamado masculina; porque han de saber ustedes, que femenina vale tanto como decir algo perteneciente a la mujer; así se dice, por ejemplo, que el corsé es una prenda femenina y el pantalón una cosa masculina, ó sea destinada a los hombres.

Quedó un momento en suspenso el buen alcalde, y dirigiéndose a la profesora preguntó:

– ¿Me jura usted por Dios que eso que dice es verdad?

– Se lo juro a usted por la Gramática.

– No conozco a esa señora, pero me basta. – Y volviéndose hacia la madre y la hija, causas de aquel alboroto, les dijo en tono colérico:

– Ya les dije a ustedes que eso no tenia nada de particular; pero son ustedes tan bestias, que no saben una palabra de fiminina; -y levantando la vara, dio con ella dos palos muy sentados en las costillas de las alborotadoras-.

Intervino la maestra, se apaciguó la cuestión, y minutos después jugaban en la escuela como si tal cosa hubiese sucedido, Teresa y Adelaida, revolviendo carpetas y tinteros. Pero Teresa no dejó de aprender Gramática, para no volver a dar escándalos cuando la llamen femenina.

FIN