Rafael Casas Martínez: una vida al servicio de los demás

http://www.fotomusica.net/manoloescobar/foro/viewtopic.php?p=23056&sid=11b7e13e6008c1fa67895e9be8781912

Queridos amigos:

Efectivamente. Con el rótulo que preside este «post» he titulado la biografía que he tenido el honor de escribir sobre mi querido padre y que tanto trabajo y sacrificio me ha costado.
Al publicarla aquí, a continuación, la hago vuestra.

Muchas gracias por anticipado y un fuerte abrazo del amigo que os quiere:

Autor: Rafael Casas Aranda. Alicante, octubre de 2008

RAFAEL CASAS MARTÍNEZ: UNA VIDA AL SERVICIO DE LOS DEMÁS

Hijo de un abogado de Vélez-Rubio (Almería) y de una pianista granadina, Rafael Casas vino al mundo en la accitana Placeta de Los Álamos un día de la Virgen del Carmen del año 1930. Era el único varón -y el segundo de tres hermanos- habido del matrimonio de Rafael Casas Fernández y Encarnación Martínez Fajardo.

Él solía decir que la enfermedad le acompañó desde el mismo momento de su nacimiento: así fue; unas fiebres altísimas, acompañadas de diarrea, estuvieron a punto de hacerle morir aquellos calurosos días de julio del 30.

Miembro de una familia muy religiosa –su tío-abuelo fue canónigo de la Catedral e ilustre miembro del cabildo diocesano (José Antonio Fajardo Sánchez) y un hermano de su bisabuelo, también llamado Rafael Casas, fue sacerdote con fama de santo- fue educado en el más estricto rigor del dogma católico, con gran temor de Dios e intenso amor a la Virgen María, su Madre. Esa educación religiosa, ese profundo sentido católico de la existencia, impregnó todos y cada uno de los actos de su vida, la convirtió en bandera y enseña de su comportamiento hacia los demás y lo inculcaría a todos y cada uno de los miembros de su propia familia.

Poco antes de la Guerra Civil Española, cuando aún no había cumplido los seis años de edad, recibió el Sacramento de la Confirmación de manos del beato obispo de Guadix D. Manuel Medina Olmos, víctima del odio anticatólico que se apoderó de la España de entonces.

Estalló la contienda de 1936 y el drama sacudió a la familia Casas-Martínez: su padre fue asesinado por la horda anarquista que se hizo dueña de Guadix el día 8 de septiembre de aquel año (nueve días antes lo había sido el obispo Medina Olmos) y, junto con su madre y hermanas menores, se vio obligado a huir a tierras albaceteñas –concretamente a La Roda-, donde permaneció hasta el final del conflicto, en 1939.

El viaje a su nuevo destino –en un viejo tren, mal alimentados, a temperaturas extremas y debiendo ocultar su identidad, debido a los continuos interrogatorios a que eran sometidos por los milicianos que detenían el convoy- y su existencia en la localidad manchega estuvieron rodeados de penalidades y padecimientos sin cuento.

En 1939, con la victoria del general Franco sobre sus enemigos, la familia regresa a Guadix. Fueron entonces los años del hambre y de las enfermedades. Aquel mismo año del triunfo nacional recibió la Primera Comunión de manos de su “tío cura”, el canónigo Fajardo, que milagrosamente había sobrevivido a la Guerra Civil. Con ello, se inicia una intensa vida espiritual que adquiere carta de naturaleza al año siguiente, 1940, en que ingresa en el Seminario Menor de San Torcuato.

El frío, la desnutrición y la pésima calidad de vida hacen mella en su frágil salud y la enfermedad le mantiene postrado dos largos años. El diagnóstico fue rápido y contundente: padecía una tuberculosis galopante. Las secuelas iban a dejarse notar a lo largo de toda su vida, hasta el punto de que puede bien decirse que, a la hora de su muerte, aquel mal que le aquejó a principios de los cuarenta tuvo decisiva importancia en el desencadenante del fatal desenlace. Debió guardar reposo absoluto y, durante las largas jornadas de convalecencia, se dedicó a formarse intelectualmente. Estudió literatura clásica, matemáticas y, fundamentalmente, latín, lengua que llegó a dominar a la perfección.

Entretanto, la tragedia se cernía una vez más sobre la familia: su hermana mayor, Isabel, de 17 años de edad, moría un frío día de enero de 1945, a resultas de la misma dolencia que aquejó a Rafael. Poco tiempo antes, a finales de 1943, había fallecido el viejo clérigo Fajardo y la madre de nuestro protagonista, doña Encarnación, también enferma, hubo de recurrir a las lecciones de piano para poder alimentar a sus dos hijos vivos.

Por entonces, Rafael descubrió que carecía de vocación sacerdotal. Abandonó el camino iniciado años antes –con el pesar e incluso oposición de buena parte de su familia (se decía que algunos tíos suyos le retiraron la palabra en el momento en que dejó el Seminario)- y descubrió el amor en una joven de 13 primaveras que, a la postre, se convertiría en su mujer un día de abril de año 1958.
Coincidiendo con el archivo de los hábitos, se produce su ingreso en la Academia “Nuestra Señora de las Angustias”, emblemático centro educativo de la juventud accitana de entonces, situada muy cerca del lugar de nacimiento de Rafael: en la misma Placeta de Los Álamos. En dicha Academia, los alumnos recibieron una enseñanza rigurosa y profunda en todas las materias lectivas, de modo que el nivel de formación intelectual de aquellos muchachos fue bastante aceptable.

Fue allí, en aquellos memorables años recordados con cariño por los antiguos compañeros de Rafael –y por él mismo, según evidenciaba en las conversaciones con él mantenidas-, cuando estrechó lazos fraternales con quien habría de mantener intensa amistad hasta el momento mismo de su muerte: el futuro novelista José Asenjo Sedano. De sus profesores, cabe citar entre otros los siguientes nombres míticos: Jesús Revueltas, José Velasco, Aureliano del Castillo, Manuel Ballesteros… Todos ellos, de algún modo, dejaron huella indeleble en aquel joven que, junto con su inseparable amigo Asenjo, comenzaba a hacer sus pinitos literarios, efectuando incursión en la poesía y el ensayo.

Desgraciadamente, de los numerosos poemas de amor –dedicados, por supuesto, a su joven novia- y en loor a la Santísima Virgen, no ha quedado rastro alguno, pues todos ellos fueron destruidos por su autor muy poco tiempo después de que los versos vieran la luz.

Como los ingresos económicos procurados por la exigua pensión de viudedad de la señora de Casas eran insuficientes para contribuir al sostenimiento de las cargas familiares, el joven Rafael –aún no tenía los veinte años de edad- hubo de trabajar como auxiliar administrativo en el Ayuntamiento accitano, presidido por el recordado alcalde Carlos López Abellán y cuya Secretaría titular era ostentada por el abogado José Mallol.

En aquellos iniciales años cincuenta, se fraguó la amistad de Rafael con uno de sus más célebres paisanos: don Juan Aparicio López, por entonces Director General de Prensa y hombre fuerte de la censura en el régimen franquista imperante. Podría decirse con toda justicia que el influjo de Aparicio fue decisivo para la creación en Guadix de la biblioteca pública municipal –que, originariamente, ostentó su nombre- y para que Rafael Casas fuese nombrado por López Abellán –precisamente, primo de Aparicio- su bibliotecario-archivero. Ello aconteció mediada ya la década de los 50.

Inevitablemente, la tradición jurídica familiar –recordemos que el padre de Rafael fue abogado, su abuelo Jesús registrador de la propiedad, su bisabuelo José María magistrado y presidente de la Sala 1ª del Tribunal Supremo, etc, etc- le empujó a cursar los estudios de Derecho en la Universidad de Granada, en cuya Facultad se matriculó en el año 1952.

Se inició, entonces, una nueva etapa en la vida de aquel estudiante caracterizada por la dureza de las condiciones que tuvo que afrontar para cumplir su sueño de convertirse, como sus antepasados, en reconocido jurista. Hubo de compaginar su empleo en el Consistorio accitano con los estudios en la Facultad –fue estudiante “libre” o “libre-oyente”-, debía trasladarse a Granada a realizar sus exámenes o efectuar cualquier gestión administrativa y académica, dado que su residencia quedó fijada en Guadix, había de estudiar en horario nocturno, a la luz de una vela, abrigado con una exigua manta para combatir el intenso frío pero, fundamentalmente, con la ilusión y esperanza intactas por conseguir para él y los suyos un porvenir mejor.

Su esfuerzo dio el fruto deseado: en 1957, es decir cinco años después de comenzar su formación universitaria, sin conocer el suspenso en sus calificaciones, concluyó la carrera de Derecho. Se abría, con ello, un nuevo horizonte familiar y profesional para él.

Muchos y muy prestigiosos fueron los profesores y catedráticos a cuyas clases –pocas, numéricamente hablando- asistió Rafael. Pueden citarse, a título de ejemplo: Manuel de la Higuera, Sánchez Agesta, Rafael Gibert, Ossorio Morales, el joven Stampa Braun, Álvarez de Cienfuegos, Emilio Langle, Miguel Motos, Mesa Moles, etc, etc. Aunque de todos ellos guardó buen recuerdo, ninguno ejerció especial influjo en él.

Según se ha dicho, el mismo año en que finalizó los estudios jurídicos fue nombrado primer bibliotecario-archivero del Ayuntamiento de Guadix, y el 28 de abril de 1958 contrajo matrimonio con Prudencia, su novia “de toda la vida”. Fruto de esta unión fue el nacimiento de cinco hijos (cuatro mujeres y un varón), conformando una familia unida y feliz hasta el mismo día de la muerte del patriarca. La residencia familiar, desde el momento de la boda, quedó fijada en la propia casa accitana de la calle de Mendoza, donde seguía viviendo su madre viuda.

A mediados de 1961, con dos hijas en el mundo, Rafael hubo de trasladarse a Sevilla con objeto de realizar los preceptivos cursillos de formación para Secretarios de Ayuntamientos (de Administración Local) de 3ª categoría, cuyas oposiciones había superado unos meses atrás, con un brillante segundo puesto (entre varios miles de aspirantes). En la ciudad hispalense, según él recordaba, vivió una de las mayores inundaciones que asolaron la capital andaluza durante el pasado siglo: en efecto, tras una impresionante tromba de agua, el arroyo Tamarguillo (afluente del Guadalquivir) anegó Sevilla y pueblos aledaños en noviembre de 1961. La catástrofe causó numerosos daños.

En 1962, coincidiendo con el nacimiento de su hijo Rafael, regresó a Guadix y abandonó su puesto de archivero-bibliotecario municipal. Con el título de Secretario de Ayuntamiento bajo el brazo, se dispuso a desempeñar su nuevo oficio, que a la postre sería el único que ejerció durante toda su vida profesional, lejos de su tierra natal. Acompañado de su familia –su mujer y tres hijos pequeños- y algunas pertenencias personales, marchó a suelo extremeño, concretamente al pueblo cacereño de Guijo de Santa Bárbara, al norte de la provincia, junto a la ribera del Tiétar, donde debutó en el primer Ayuntamiento de los muchos que a lo largo de su dilatada trayectoria hubo de servir.
En Guijo permaneció casi dos años, concretamente desde finales de 1962 hasta mediados de 1964. En aquel precioso y pintoresco pueblecito dejó numerosísimos amigos y recuerdos imperecederos: fueron muchas las anécdotas que relataba de sus vivencias en aquel lugar y, aunque jamás volvió tras su definitivo regreso, siempre llevó presente en su corazón y memoria a Guijo de Santa Bárbara.

Coincidiendo con el fallecimiento del secretario del Ayuntamiento de Lanteira, don Damián Serrano y Ladrón de Guevara, Rafael Casas fue nombrado para sucederle. En este caso, se trataba de un pequeño pueblo granadino del Marquesado del Zenete, tan sólo distante 18 kilómetros de Guadix. Nuevo traslado a un lugar que le marcaría profundamente, tanto a nivel profesional como humano: fue Lanteira el pueblo en el cual desarrolló su trabajo durante mayor tiempo (doce largos años), donde dejó –y aún se conservan- los amigos más fieles, donde nacieron sus dos hijas menores, donde transcurrieron posiblemente los mejores años de su vida. Hablar de Lanteira, de su tierra, de su Sierra Nevada maravillosa, de su gente… es hablar de Rafael, de su familia, de sus recuerdos, de su vida, en definitiva.

Son muchos los episodios importantes a narrar, relacionados con la experiencia lanteirana de Rafael, y su simple enumeración ocuparía muchas líneas. En ese precioso pueblo hicieron la Primera Comunión sus hijos, iniciaron su formación académica, se fraguaron las primeras amistades, los primeros amores… Aún hoy, transcurridos más de treinta años, el simple nombre, la simple mención de “D. Rafael, el Secretario” en las calles de Lanteira resulta algo familiar, algo muy cercano, algo muy entrañable y humano…

La vida en Lanteira era apacible, tranquila. Rodeados de gente acogedora, hospitalaria y amable, se producía el tránsito de la década de los 60 a los 70 en condiciones nada fáciles, precisamente.
En efecto: aunque no se puede decir que la familia Casas viviera en la penuria y escasez, sí había que afirmar que “el cinturón debía ser convenientemente apretado”, evitando el menor despilfarro y renunciando a la excesiva comodidad, para llegar a fin de mes. Aún así, con un solo empleo y siendo los únicos recursos económicos que entraban en el hogar los que el padre procuraba de su trabajo en el Ayuntamiento –el salario era digno, sin más-, fue preciso que Rafael acumulase la Secretaría de Ayuntamientos de otras localidades cercanas a Lanteira, donde la familia vivía.
Para trasladarse a los pueblos por las tortuosas y estrechas carreteras de la época, hubo primero de sacarse el carné de conducir y, después, comprarse un Citröen-8, de cuatro caballos de vapor. De este modo, fueron varios los municipios cuyo Consistorio dirigió administrativamente: primero, aunque sólo durante unos pocos meses, sirvió los de Cogollos de Guadix y Alquife, muy cercanos a Lanteira, también pertenecientes a la comarca del Marquesado del Zenete.
Posteriormente, ya durante los setenta, se unirían a esta nómina las siguientes poblaciones: Fonelas (más distante de Lanteira), Benalúa de Guadix, Diezma (pueblo alejado también) y, finalmente, Jérez del Marquesado (muy cerca de su casa).

Hay que decir, sin faltar a la verdad, que en todos estos lugares sólo dejó amigos y buen recuerdo. Nunca se le conocieron enemigos, nunca hubo nadie que le desease algún mal. Siempre se rodeó de gente dispuesta a colaborar, codo con codo, para hacer más llevadera la dura existencia; siempre se mostró solícito y con plena disponibilidad para ayudar a quien más lo necesitase y pidiese su ayuda; siempre dirigió su trabajo cotidiano en un afán de servicio a la comunidad… y, por todo ello, tuvo merecida respuesta: el cariño, respeto y admiración de aquellos que le conocieron hacia su persona.
Su celo profesional era elevado, en ocasiones hasta el extremo. Hubo años en que renunció voluntariamente a las vacaciones para dedicarse al trabajo y su jornada laboral no conocía horarios: en muchas ocasiones, se llevaba tarea al domicilio –se le recuerda armado de lápiz y goma de borrar, cuadrando los presupuestos municipales en el comedor de su propia casa, hasta altas horas de la noche- y frecuentaba el despacho consistorial durante las mañanas y las tardes.

Ello, sin embargo, no hizo que abandonase la atención hacia su familia. Fueron muchos los días, fundamentalmente fines de semana, que subían en el pequeño coche familiar (era increíble la capacidad del auto para albergar a tantas personas) y se dirigían bien en dirección a la sierra por el camino forestal –allí sufrieron un pinchazo antológico, en medio de la soledad más absoluta-, bien a acompañar a la anciana abuela paterna, ya gravemente enferma y postrada en un sillón de ruedas, bien a visitar a los abuelos maternos en su cortijo de la localidad de Moreda, bien a la ciudad de Granada en visita turística…

En 1974, cuando el régimen del general Franco agonizaba, Rafael hubo de acudir a Madrid para realizar los cursillos de capacitación de Secretarios de Administración Local de 2ª categoría, pues había ascendido en su escalafón profesional. A partir de ahora, podía servir ayuntamientos de localidades de mayor número de habitantes y, por tanto, ocuparse de asuntos de mayor complejidad y, evidentemente, superior responsabilidad.

En la capital de España se encontraba aquel 13 de septiembre de 1974. Iba en metro, saliendo de la estación de la Puerta del Sol, cuando oyó un estruendo fortísimo y, minutos después, todo aturdido, bajó en la vecina parada de Ópera. Allí pudo conocer la noticia: había estallado una potente bomba en la cafetería “Orlando”, de la calle del Correo, provocando muchos muertos y heridos. Posteriormente, se supo que había sido ETA la autora del brutal atentado. Rafael podía dar gracias a Dios por encontrarse bien y seguir vivo: unos momentos antes, había tomado un café en compañía de un amigo precisamente en aquel establecimiento comercial que saltó por los aires.
El primer ayuntamiento en que desempeñó su quehacer, ya ascendido de categoría fue el de Benalúa de Guadix. Ahí trabajaría durante dos años y medio aproximadamente y, a principios de 1977, con la Transición democrática, concluyó su estancia en Lanteira. Había sido trasladado fuera de la provincia de Granada, concretamente a un pueblo cordobés: Bujalance.

Allí, entre numerosas dificultades y sinsabores procedentes, por un lado, de la soledad que padeció (durante ocho largos meses residió en una pensión, alejado de su mujer e hijos, a quienes únicamente veía los fines de semana) y, por otro, de la conflictividad social y tensiones políticas derivadas de un régimen nuevo, donde por primera vez en muchos años se enfrentaban tendencias y partidos políticos divergentes, y donde los movimientos reivindicativos y las luchas de clases emergían. Todo ello, en un pueblo como Bujalance, en cuya tierra las diferencias entre riqueza y pobreza eran acusadísimas, el término medio (clase media, diríamos) era prácticamente inexistente –del típico señorito andaluz se pasaba al agricultor, bracero y peón que trabajaba de sol a sol- y los viejos rencores resucitaban, fue vivido con intensidad y preocupación por Rafael quien permaneció en aquella localidad dos largos e interminables años –de ellos, casi año y medio acompañado de su mujer y sus tres hijos menores-: desde 1977 hasta 1979. Sus condiciones de vida, lejos de su Guadix natal, de sus amigos, de su familia, fueron muy duras y las secuelas físicas resultantes perduraron durante muchos años.

En 1979 se produce su retorno a tierra granadina. El cabeza de familia había participado en el concurso de traslados y, como consecuencia, fue destinado al municipio de Cúllar (entonces Cúllar de Baza y, más tarde, Cúllar-Baza), en cuyo ayuntamiento sirvió su secretaría hasta 1983.
Tras unos meses de residencia en dicha localidad, la familia al completo traslada su domicilio a la ciudad de Granada. La vieja casa accitana queda como lugar de esparcimiento veraniego: a ella volverán durante las vacaciones estivales y, ocasionalmente, sólo cuando la climatología se mostraba benigna, en la estación de la primavera, coincidiendo con la Semana Santa.
Durante los años que ejerció su profesión en Cúllar también acumuló las secretarías de pueblos tan distantes entre sí como La Puebla de Don Fadrique (último enclave de la provincia de Granada por el Norte y lejísimos de la capital), Zújar y ya, concluyendo su etapa como Secretario de 2ª categoría, Alhama de Granada.

A mediados de los ochenta, tras sufrir una profunda depresión que le mantuvo inactivo durante unos meses, se produce su ascenso a la máxima categoría de los secretarios nacionales de Administración Local. Su amplia trayectoria, su extenso quehacer profesional, su “currículum”, permitieron que pudiera cumplir el sueño que persiguió con tanto tesón: trabajar en ayuntamientos de pueblos grandes, importantes, de gran relevancia.

Por desgracia, sólo diez años le separaban de la jubilación y, por ello, únicamente, pudo servir dos de estos municipios. El primero de ellos fue Huéscar. Aquí, al igual que ya había sucedido en Cúllar, Lanteira y tantos otros lugares, dejó grandes amigos y recuerdos imborrables que le acompañarían hasta el final de sus días.

En 1989 afronta su último y definitivo reto: la recta final de su carrera profesional le lleva hasta el Levante. Alicante será la provincia elegida y Novelda, ciudad próspera e industrial, el postrer destino de Rafael. Nuevo traslado, nuevos compañeros de viaje, nuevos problemas que afrontar y las mismas o parecidas soluciones a ofrecer…

Pero, este secretario de Ayuntamiento está ya cansado y su salud se resquebraja. En 1992, cuando sólo cuenta con 62 años de edad, sufre su primer colapso cardíaco (una aguda angina de pecho) y se produce un deterioro físico considerable. Ha de ser operado de urgencia “a corazón abierto” y se le practican tres “by-pass” coronarios. Tras un restablecimiento incompleto, se incorporó a su puesto de trabajo.

Pero, ya nada volverá a ser como antes: nuevos ictus cerebrales se suceden y las subsiguientes consecuencias físicas (pérdida de facultades, dificultades psicomotrices, disminución ostensible de reflejos…). La jubilación le llega en 1995, cuando cumple los 65 años de vida y 46 de servicio activo. Con ello, abandona definitivamente Alicante y, con toda probabilidad, junto con su etapa cordobesa, los años más tristes y difíciles de su vida profesional.

Recluido en sus casas de Guadix y Granada –poco a poco fue apartándose del mundo exterior, de forma absoluta durante su último año de vida-, tuvo como exclusiva dedicación la lectura, la redacción de su Diario (desde 1970 hasta poco antes de su muerte lo había hecho ininterrumpidamente, conservándose un considerable número de cuadernos manuscritos), la reorganización de su biblioteca (compuesta de varios centenares de volúmenes, algunos de ellos de incalculable valor y antigüedad extraordinaria), la meditación y su colaboración literaria anual para la revista-opúsculo “Nieve y cieno”, publicación hacia la cual sintió verdadero afecto y predilección.

Nunca abandonó sus devociones y fervor religioso y siempre estuvo dispuesto a prestar su ayuda –incluso económica, pese a contar con medios modestos- a quienquiera que llamase a su puerta.
Varios días antes de cumplir los 76 años de su vida, sufrió su último ataque cerebral, del cual nunca pudo recuperarse…

El día 17 de enero de 2008 fue ingresado de urgencia en el Hospital Virgen de las Nieves, de Granada, aquejado de insuficiencia respiratoria aguda, problemas coronarios, recrudecimiento de su diabetes… Definitivamente, perdió el habla, dejó de alimentarse y tras una atroz agonía falleció el primer día de febrero, al atardecer.

No había cumplido aún los 78 años, pero dejaba tras de sí una vida intensa, llena de amor hacia los demás y rodeado del cariño y recuerdo de sus familiares y de todo aquel que a él se acercó, prácticamente sin excepción alguna.

Velando el cadáver, se dieron cita –junto con sus allegados- unos pocos amigos y su funeral y entierro tuvieron lugar como él siempre deseó y respondiendo a su forma de ser: con humildad y sencillez.

Autor: Rafael Casas Aranda. Alicante, octubre de 2008